Me disculpo de entrada por la longitud de este mensaje. Diploma para el que se lo lea entero
Es curioso. En muchos de los foros que he leído sobre la historia soviética de los años 30 uno de los temas preferidos a la hora de arrojarlo a la cara de Stalin es el pacto de no agresión germano-soviético. Cosa que no entiendo muy bien, porque estoy seguro de que otros aspectos de la política del georgiano en esa década podrían alimentar una mucho mayor polémica. Me temo que el carácter “polémico” de ese pacto viene en gran parte de la historiografía anglosajona y de la intelectualidad izquierdista británica, que se sintió traicionada por la URSS cuando Hitler atacó su país y Moscú se cruzó de brazos en virtud del protocolo secreto del pacto. Pero también creo que Gran Bretaña no estaba en posición de echar a nadie en cara ninguna traición a la izquierda o a los valores democráticos. Voy a exponer una pequeña cronología de las circunstancias que llevaron al pacto germano-soviético, a ver si así se entiende mejor. Y vaya por delante que la firma de ese pacto por Molotov no sólo me parece plenamente justificada, sino necesaria para la defensa de los intereses de la URSS y aun su propia existencia.
Con la llegada de los nazis al poder en
1933 y la cancelación de los acuerdos de colaboración con la URSS en materia comercial y militar empezaba a quedar claro para Moscú que el anticomunismo alemán no iba a quedarse sólo en las palabras. El incendio del Reichstag en la noche del
27 de febrero de 1933, en el que se implica falazmente a los comunistas para justificar su desaparición como partido político, consigue arrancar el presidente Hindenburg el decreto anulando la mayoría de las disposiciones de la Constitución de Weimar y consiguiendo nuevas elecciones al parlamento en marzo de ese año. Como sabemos, aquello implicó no sólo la prohibición de los comunistas, sino la desaparición de todos los demás partidos, excepto el NSDAP, a partir del
4 de julio de 1933.
Entre 1933 y 1935 la URSS tiene ocasión de comprobar que el expansionismo alemán y su política rabiosamente anticomunista son un peligro real e inminente para la supervivencia del propio estado soviético (y del pueblo ruso, como comprobarían dramáticamente años más tarde). De manera que se produce un cambio estratégico en la política comunista a partir del VII Congreso de la KOMINTERN en 1935: desde Moscú se urge a los partidos comunistas europeos a abandonar la estrategia insurreccional y el enfrentamiento abierto con los regímenes parlamentarios burgueses, promoviendo los
“frentes populares” en los que los comunistas y la fracción más progresista de la burguesía pudieran de forma unitaria enfrentar la marea fascista que ya se consideraba inevitable. Desde 1935, la URSS sustituye la confrontación por la colaboración con las democracias burguesas en un intento de romper su aislamiento internacional y buscar el apoyo de, fundamentalmente, Francia y Inglaterra. Entre 1935 y 1939, conseguir esa alianza es el objetivo fundamental de toda la política exterior soviética.
Por eso, cuando la URSS se implica en la Guerra Civil española a partir de
1936 no lo hace para imponer un régimen comunista en España—como pregonan los Moa&Cía—sino que el PCE se constituye en el soporte más sólido del gobierno socialista de Negrín bajo la consigna “primero la guerra, después la revolución”. En la práctica, Stalin deseaba aprovechar la oportunidad de la Guerra Civil española para mostrar su rostro más amable y moderado, abierto a la cooperación, a Francia y Gran Bretaña. Su idea para la República Española era más bien la de una “democracia popular” no en el sentido de las creadas a partir de 1945, sino en el de un régimen parlamentario con pluralidad de partidos sobre el acuerdo básico de una economía de amplio contenido social y fuertemente participada por el Estado. Pero, repito, la idea de Stalin no era crear un estado comunista satélite en España, sino convertir a ésta en el punto de encuentro y acuerdo entre la URSS y las democracias occidentales frente al fascismo. ¿Y cuál fue la respuesta de esas democracias occidentales a las urgentes peticiones de apoyo de un régimen afín como el español y a las ofertas de colaboración soviética? Pues el Comité de No Intervención, la farsa mezquina y criminal que llevó a la derrota republicana, al exilio, la cárcel, la represión o la muerte a tantos miles de españoles, permitiendo la ayuda nazi y fascista al bando de los militares sublevados con Franco.
La Guerra Civil española es un punto de inflexión decisivo en la historia soviética y esto se suele pasar demasiadas veces por alto. En primer lugar, la URSS tuvo una escalofriante muestra de hasta dónde estaban dispuestos a llegar Hitler y Mussolini en su política expansionista, muestra que sumar al asesinato del canciller austríaco Engelbert Dollfuss por los nazis el
25 de julio de 1934 o la ocupación y militarización de Renania el
7 de marzo de 1936. Durante la guerra, Moscú tuvo ocasión de observar nuevas muestras tanto de la agresividad nazi como de la pasividad franco-británica: el
12 de marzo de 1938 en Anschluss, la anexión de Austria, la de los Sudetes en octubre de mismo año y la desmembración total de Checoslovaquia el
15 de marzo de 1939. ¿Y qué hacían Francia y Gran Bretaña entre tanto? Nada. Absolutamente nada. Bueno, sí, bajarse vilmente los pantalones frente a Hitler en los acuerdos de Munich de
30 de septiembre de 1938 traicionando a Checoslovaquia mientras la República Española se desangraba en el Ebro esperando una ayuda francobritánica que nunca llegó. Los acuerdos de Munich fueron la puntilla que pusieron fin a la confianza soviética en alcanzar un acuerdo con las democracias internacionales frente al fascismo. Aquéllas estaban interesadas en defender exclusivamente sus intereses nacionales al más corto plazo, olvidándose que también sobre ellos se cerraba el cerco.
Entre tanto, la agresividad verbal y diplomática de Berlín hacia los soviéticos seguía creciendo, y no sólo en suelo español. El
25 de octubre de 1936 italianos y alemanes firmaban el acuerdo para crear un Eje Berlín-Roma. Como diría Mussolini, estas dos capitales serían a partir de ese momento el
eje en torno al cual giraría la política de la Europa central y oriental. ¿Quedaba claro cuál era el mensaje? La expansión alemana a partir de ese momento sería en dirección al Este. La amenaza a la URSS era ya directa, no sólo teórica. Más directa aún aparecería a partir de la firma del Pacto Antikomintern de
25 de noviembre de 1936, en el que Japón y la Alemania nazi se unen explícitamente contra la URSS y el aumento de la influencia comunista en Europa y Asia (influencia que, al menos en Europa, no era en absoluto una amenaza). Los acuerdos diplomáticos con Italia y Japón se refuerzan con el Pacto de Acero de
22 de mayo de 1939 y el Pacto Tripartito de
27 de septiembre de 1940. Para quien dude del auténtico cerco al que estaba sometida la URSS antes del inicio de la operación Barbarroja en 1941 ahí va la lista de los países miembros del Pacto Antikomintern en ese mismo año: Alemania, Italia, Japón, Bulgaria, Croacia, Rumania, Hungría, Dinamarca, Finlandia, España, Manchukuo, Eslovaquia y el gobierno chino de Wang Jingwei.
En esas circunstancias, a la altura de
1937, con la dinámica de la Guerra Civil española bien asentada, la “neutralidad” francobritánica inamovible y el cerco diplomático fascista creciendo con la formación del Eje y el Pacto Antikomintern, el sentimiento de Stalin y la URSS fue el de un sistema político asediado, sometido a una presión insoportable. De ahí ese estado del poder soviético en 1937 que los historiadores han calificado como “paranoico”… porque, evidentemente, el cerco no lo sufrieron sus países. En ese sentimiento de asedio es cuando se produce el Gran Terror, en parte inspirado por la acción de los militares golpistas españoles en julio de 1936. Si la presión sobre el poder soviético llegara a ser intolerable, sospechaba Stalin, elementos del propio ejército podrían desencadenar un golpe de Estado, como en España. La lección que Stalin aprendió de nuestro país es que debía purgar el ejército de todo lo que no fuera decididamente leal. Cualquier disidencia o simple discrepancia tenía que ser eliminada. Y lo mismo había de suceder con el partido. Sólo se podía hacer frente a la amenaza inminente con un poder absolutamente sin fisuras, monolítico, único. El que pestañeara no iba a salir en la foto. Ése es el sentido de las purgas de 1937. Personalmente, creo que sin esa concepción de un poder fuerte, preparado para el asedio y actuando como un bloque, la URSS habría colapsado en noviembre de 1941, con las consecuencias que todos podemos imaginar.
El caso es que en agosto de 1939, la situación soviética no dejaba mucho lugar a las alternativas:
a) Los acuerdos de Munich de 1938 habían dejado claro que Francia y Gran Bretaña rechazarían cualquier acercamiento a la URSS, prefiriendo un acuerdo con la Alemania nazi. Es más, desde Moscú se empezaba a sospechar que Londres y París no actuaban así sólo por mera cobardía o por el pacifismo de sus opiniones públicas, sino porque
albergaban el secreto deseo de que la Alemania nazi aplastara finalmente la amenaza comunista en Europa, o al menos la URSS y Alemania se destruyeran mutuamente. Estoy convencido de que éste era el verdadero pensamiento de las “democracias occidentales”, y esa sospecha envenenó las relaciones de Moscú con sus aliados durante la Guerra Patriótica, considerando la tibieza que manifestaron los aliados en combatir a los nazis antes de Normandía y su demora en abrir el famoso “Segundo Frente”. De hecho, creo que la relación de los aliados occidentales con Berlín y Roma durante la guerra es una cuestión básica de ese conflicto de la que todavía sabemos muy poco y que resulta clave para entender el siglo XX. ¿Jugaron Londres y Washington en mayor o menor medida, en un grado u otro, a dos barajas? Yo sospecho que sí, especialmente con la baraja italiana. Pero no es improbable que también lo hicieran con la alemana.
b) Tras la imposición de un gobierno aliado en España y desmembrada Checoslovaquia, nazis y fascistas había ya dejado claro que iban a volver sus ojos hacia el Este. Ése iba a ser el siguiente campo de batalla. Y, como se ve, la URSS no podía contar en absoluto con una alianza defensiva con Londres y París. La única opción era ganar tiempo frente a Alemania, tiempo que le permitiría reorganizar y reforzar el ejército, todavía mermado por las purgas y muy insuficientemente dotado de medios materiales. En estas circunstancias, la única vía para garantizar la supervivencia de la URSS como estado era la firma de un pacto con Berlín. Si ese pacto, como finalmente se dispuso el
23 de agosto de 1939, suponía abstenerse de acudir en defensa de otros países atacados por Alemania (Francia e Inglaterra), éstos recibirían tan sólo el pago a su propio egoísmo cuando entre 1935 y 1940 habían negado el pan y la sal a Moscú, confiando en su destrucción por parte de Hitler. Fueron las democracias occidentales las que se enrocaron en una ciega política de egoísmo nacional (aparentemente, pero antisoviética “de facto”); el Pacto Ribbentrop-Molotov sólo aplicó ese mismo principio de egoísmo nacional una vez que a la URSS se le cerraron todas las puertas a las que llamó. Donde las dan las toman.
c) Por lo que respecta a las “cláusulas secretas”. El pacto no sólo debía permitir ganar tiempo a la URSS. También espacio. Es decir, manifestada la intención nazifascista de avanzar hacia el Este sólo cabía posicionarse de dos maneras en el espacio entre Bielorrusia y Alemania: o era ocupado por los nazis o lo era por los soviéticos. No se trataba en estas circunstancias de una campaña de “imperialismo soviético”: sencillamente, si el Ejército Rojo no ocupaba ese espacio (Polonia en septiembre de 1939; Finlandia entre el
30 de noviembre de 1939 y el
13 de marzo de 1940; Estonia, Letonia, Lituania y la Besarabia en
junio de 1940) lo haría Wehrmacht (como finalmente hizo a partir de junio de 1941). Se trataba de tomar posiciones de cara a un conflicto inminente, puesto que tanto la parte alemana como la soviética sabían que el pacto lo era de pura conveniencia y la situación de “no agresión” duraría poco. El error de Stalin consistió en pensar que duraría algo más de lo que Hitler dispuso con la operación Barbarroja. ¿Cabía otra opción a Moscú además de crear ese colchón territorial de cara a la inevitable agresión alemana? ¿Debería haber permitido que ese espacio quedara sin ocupar, convirtiéndose de manera segura en estados satélites de Alemania—ahí está la actuación posterior de las repúblicas bálticas, Finlandia y Rumania durante la guerra—o directamente en territorio invadido por los alemanes? Por favor, creo que pedir a la URSS su suicidio geopolítico en 1939 supera los umbrales de lo ilógico. El pacto germano-soviético fue una decisión política defensiva por parte Moscú que a la altura de agosto de 1939 era inevitable si la URSS quería sobrevivir como estado.
Quiero añadir otra cosa, además, aprovechando el título del hilo. Como se sabe, ni siquiera los efectos del Pacto evitaron a la URSS los desastres de los años 1941 y 1942, hasta que el Ejército Rojo pasó a la ofensiva en 1943. Pero lo que sí resultó decisivo en la victoria final soviética fue la musculatura industrial del país, volcada en el esfuerzo bélico al otro lado de los Urales. A diferencia de Alemania, que no creyó necesario el refresco de sus medios bélicos materiales, confiados en una rápida victoria en toda Europa y en el acuerdo con Londres y Washington después, la URSS apostó con éxito por la producción industrial masiva de equipamiento militar desde el mismo momento en que se vio atacada. Y esa industrialización acelerada entre 1933 y 1941 sólo fue posible por su política agraria, por las colectivizaciones del campo. Los productos del campo soviético fueron empleados para la exportación y la obtención de divisas con las que cumplir los planes quinquenales, divisas sin las que el “milagro industrial soviético” no se habría producido. Y sin ese milagro industrial, el milagro bélico habría sido imposible. La colectivización del campo supuso muchos miles de muertos—si bien no todos son responsabilidad del plan quinquenal, como demuestra la hambruna de 1891-1892 que se llevó por delante a más de 400.000 personas—muchos inocentes murieron de hambre y bajo la óptica de la ética individual no cabe duda de que fue un crimen contra el eslabón más débil de la cadena, contra aquellos que menos culpa tenían de la situación, dejando a un lado la actuación de los
kulaks. Ahora bien, lo inquietante es que sobre aquellos muertos se levante la victoria soviética de 1945: sin aquellos muertos Rusia habría desaparecido con toda probabilidad como nación. Hoy, de hecho, el mundo sería diferente, por mucho que los nacionalistas ucranianos intenten apropiarse de algo que no es de su exclusividad.
Lamentablemente para nuestra conciencia moral, el movimiento de la historia no se basa en los principios de la ética individual y personal. Así, el bienestar de una generación muchas veces se asienta sobre los huesos torturados de otra. De hecho, la época de paz y relativo bienestar que parece agotarse ya y ha ocupado toda la segunda mitad del siglo XX en Europa se levantó sobre los restos de los que murieron en la Segunda Guerra Mundial, además de los de otros países que durante estos años se han visto sometidos a la colonización política o económica. La Historia no es un espectáculo edificante; al contrario, nuestros sentimientos morales y buenas intenciones sienten repugnancia normalmente ante el espectáculo de la Historia. Pero es un error juzgar su curso a la luz de nuestros criterios individuales.
Es muy fácil levantarse ahora y apagar el ordenador, desconectar el iPod, la PlayStation o el móvil y comer cuanto y como nos apetezca, satisfacer casi cualquier necesidad con un clic, una llamada o usando un trozo de plástico con una banda magnética. Y desde esa posición cómoda que nos permite vivir en nuestro mundo moralmente seguro y cálido como un invernadero, blando como criado entre guata, decir con superioridad moral que nuestros abuelos eran unos bárbaros, unos salvajes y unos criminales. Siendo, desde luego, obvio que los líderes de aquella época no eran sino el reflejo fiel de la sociedad que les aupó al poder. Sería un ejercicio interesante imaginarnos por un momento en el clima moral de aquella época, en el que se luchaba por sobrevivir, en el que la producción industrial y masiva de la violencia y la guerra eran un hecho cotidiano, así como la represión o el hambre. ¿Nos creeríamos entonces moralmente tan superiores dentro de nuestra liberal y tolerante manera de entender el mundo? Yo pienso, más bien, que por mucho que nos guste ir en manga corta, lamentablemente no todo el año es verano. Por poner un ejemplo: ¿en qué moral se basan actualmente esa mayoría de italianos que ha votado una opción parafascista y ve como el ejército detiene, incendia y arrasa los campamentos de gitanos, viola sus mínimos derechos humanos pero mientras el italiano de bien puede seguir tomando el sol en la playa en tanto los cadáveres de dos niñas gitanas a las que nadie auxilió están tendidos en la arena? ¡Y eso sucede mientras el bienestar material de los italianos aún está en límites holgados! ¿Qué se puede esperar de nosotros, tolerantes y liberales occidentales, si nos pusieran en las circunstancias de nuestros abuelos? Pues sinceramente, creo que seríamos infinitamente peores, porque estamos sumidos en tal decadencia que ni las mayores barrabasadas éticas nos escandalizarían ante la perspectiva de una mínima ventaja material. Nuestra brillante ética política me parece tan aparente como endeble y creo que, lamentablemente, no vamos a tardar mucho en comprobarlo.
Por eso, en lo que se refiere a los “muertos del comunismo soviético”, lo dramático en la Historia no es el comportamiento moral de nuestros abuelos o el de las figuras que representaron sus aspiraciones políticas—como Stalin—sino que los hombres fraguaron los tiempos y las circunstancias que explican aquel comportamiento. Y que sobre esos huesos se asienta lo malo, pero también lo bueno, de lo que hemos vivido hasta ahora.