
La ciudad repetitiva
Gonzalo Aragonés | 05/01/2009 - 14:50 horas
Moscú es una ciudad repetitiva. Empezando por las siete torres estalinistas. Inmortales, a veces irreales, parecen sacadas de las viñetas de cómics de superhéroes, como si hubiesen caído a plomo desde cielo una noche de rayos y tormentas. No importa lo perdido que estés, ni el tiempo que hayas callejeado sin rumbo fijo. Si no has llegado a los barrios más alejados de esta ciudad enorme, todavía puedes levantar la vista y encontrarte con una de las torres. Ten cuidado, que te chocas. Son sólo siete, pero parece que están por todas partes.
Antes, es decir, cuando en Rusia había muchos problemas y poco dinero, en todos los barrios aunque escasas había pequeñas tiendecitas, mercerías, panaderías, bollerías. Poco después, es decir, cuando había muchos problemas y muchísimo dinero, todo eso cambió.
En los últimos años, con el petróleo carísimo, llegó el progreso. Y eso significó que en cada barrio de Moscú apareciesen grandes centros comerciales. Eso y el enloquecido crecimiento inmobiliario terminaron por comerse esas tiendecitas. A duras penas, en algunas calles a trasmano, sobreviven ya pocas tiendas de alimentos, muchas veces instaladas en los bajos de los edificios y rotuladas con su nombre de siempre: 'Produkty'.
Con el fenómeno de los centros comerciales la vida en Moscú se ha hecho mucho más fácil. Dentro de esos castillos modernos está todo lo que se pueda necesitar. Desde el quiosco de prensa hasta boutiques de alta costura. Modernos supermercados inimaginables hace una década, cuando Rusia todavía daba los últimos estornudos de su penúltima crisis. Cines, cafeterías, restaurantes, joyerías... muchas joyerías, pistas de patinaje, jugueterías, boutiques de hilos y telas, centros de belleza y piscinas, jabones olorosos, trajes para mascotas, helados aunque en la calle haga 15 grados bajo cero, corbaterías, sastrerías, maquillajes, perfumes, bancos, dinero, dinero.
Nada nuevo, supongo. Igual que en otras ciudades occidentales y orientales, la vida ha pasado de la calle al centro comercial. Es como si al bulevar le hubiesen quitado unos cuantos árboles, le hubiesen puesto muros y le hubiesen añadido cuatro o cinco pisos. Pero con los centros comerciales el vecindario ha perdido sus dimensiones. Iguales, repetitivos, todos los barrios comienzan en la parada de metro y terminan dando un paseo por el nuevo bulevar.
No es este el único fenómeno del progreso uniforme de Moscú. También se han reproducido como setas las cafeterías de diseño, donde realmente es un placer desayunar un capuccino o tomarse a media mañana un café con unos crepes de chocolate fundido. Las cadenas Shokoladnitsa, KafeMania o Kofe House, han llenado espacios en Moscú que antes sólo existían en el imaginario colectivo de las películas a orillas del Sena o de la Gran Manzana neoyorquina. Ahora están al alcance de la mano, en cualquier esquina del centro de la ciudad y en todos los centros comerciales más alejados.
Son realmente acogedoras. Pero desesperadamente iguales, tanto en el diseño de sus lámparas que semejan granazos de café tostado, en sus cómodos sillones de eskay, como en el invariable menú. Hay tantas que a veces te parece estar soñando, porque no puedes comprender cómo pueden ser rentables tres de estos establecimientos en la misma calle a menos de doscientos metros de distancia uno de otro. Y a veces pertenecen a la misma cadena. Debe ser que los petrodólares hay que invertirlos, ya sea en cafeterías, en supermercados, o en tiendas de moda que no conocen cliente.
Ahora, es decir, con la última crisis encima, muchas cosas también cambiarán. De momento, esos centros comerciales pueden quedar algo vacíos. En los últimos meses del 2008 muchas empresas han dejado de pagar sueldos, han suprimido pluses, han despedido a miles de trabajadores o les han enviado a casa a pasar unas largas vacaciones. Los rusos han viajado en estas fiestas un 20% menos que hace un año y se teme que entre enero y febrero de este 2009 pierdan su trabajo 240.000 personas en todo el país. El diario Moskovsky Komsomolets explicaba que en 2007 las joyerías vendían como churros anillos de brillantes que costaban entre 25.000 y 30.000 rublos (800-1.000 euros). En esta temporada se daban con un canto en los dientes cada vez que aparecía un cliente.
Pero el gobierno ruso no quiere ser alarmista y tiene sobre la mesa nuevos proyectos que harán de Moscú una ciudad más repetitiva. El primer ministro, Vladimir Putin, visitó hace unos días el nuevo tren superrápido que dentro de un año unirá Moscú y San Petersburgo en 3 horas y 45 minutos. El Sapsan, construido por la alemana Siemens, alcanzó en pruebas los 400 kilómetros por hora. Pero en Rusia sólo circulará a 250. A los Ferrocarriles Rusos, la compañía que más reducirá su plantilla a causa de la crisis (39.000 trabajadores menos) según datos del diario Trud, cada Sapsan le costará 43 millones de euros.
Será como un tren europeo, o norteamericano, o japonés, o de la China capitalista. Ya no sé si en la estación de Leningradsky quedará todavía esa sensación de viejo, de soviético, de que el tiempo no ha pasado y allí estás tú. Frente al tren moderno, sí es el progreso, pero tal vez tengamos la impresión de habernos visto antes en alguna parte.

