Hitler, Bandera y los judíos.

Porque hay vida más allá de Rusia

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Fra Dolcino
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Hitler, Bandera y los judíos.

Mensaje por Fra Dolcino »

Con los sucesos de Ucrania de fondo vengo leyendo en algún foro que Stepan Bandera no era un nazi porque su posición frente a los judíos era en tanto que los consideraba avanzadilla de la URSS.


El texto que traigo a continuación, extraído del Mein Kampf, sorprenderá a algunos , abrirá los ojos a otros y recordará lo que ya sabían a no pocos también:


"A medida que fui formando criterio sobre el carácter exterior de la socialdemocracia, aumentó en mí el ansia de
penetrar la esencia de su doctrina. De poco podía servirme en este orden la literatura propia del partido porque
cuando trata de cuestiones económicas es errónea en asertos y demostraciones, y es falaz en lo que a sus fines
políticos se refiere.
SOLO EL CONOCIMIENTO DEL JUDAÍSMO DA LA CLAVE PARA LA COMPRENSIÓN DE LOS VERDADEROS PROPÓSITOS
DE LA SOCIALDEMOCRACIA.
Me sería difícil, sino imposible, precisar en qué época de mi vida la palabra judío fue para mí por primera vez motivo
de reflexiones. En el hogar paterno, cuando aún vivía mi padre, no recuerdo siguiera haberla oído. Creo que el anciano
habría visto un signo de retroceso cultural en la sola acentuada pronunciación de aquel vocablo. Durante el curso de
su vida, mi padre había llegado a concepciones más o menos universalistas, conservándolas aún en medio de un
convencido nacionalismo, de modo que hasta en mí debieron tener su influencia.
Tampoco en la escuela se presentó motivo alguno que hubiese podido determinar un cambio del criterio que formé en
el seno de mi familia.
Fue a la edad de catorce o quince años cuando debí oír a menudo la palabra “judío”, especialmente en conversaciones
de tema político, y sentía cierta repulsión cuando me tocaba presenciar pendencias de índole confesional. La cuestión
por entonces no tenía pues para mí otras características.
En la ciudad de Linz vivían muy pocos judíos que en el curso de los siglos se habían europeizado exteriormente y yo
hasta los tomaba por alemanes. Lo absurdo de esta suposición me era poco claro, ya que por entonces veía en el
aspecto religioso la única diferencia peculiar. El que por eso se persiguiese a los judíos, como creía yo, hacía que
muchas veces mi desagrado frente a exclamaciones deprimentes para ellos subiese de punto. De la existencia de un
odio sistemático contra el judío no tenía todavía idea en absoluto.
Después estuve en Viena.
Sobrecogido por el cúmulo de mis impresiones de las obras arquitectónicas de aquella capital y por las penalidades de
mi propia suerte no pude en el primer tiempo de mi permanencia allí darme cuenta de la conformación interior del
pueblo en la gran urbe; y fue así que no obstante existir en Viena alrededor de 200.000 judíos, entre sus dos millones
de habitantes, yo no me había dado cuenta de ellos.
Mal podría afirmar que me hubiera parecido particularmente grata la forma en que debí llegar a conocerlos. Yo seguía
viendo en el judío sólo la cuestión confesional y por eso, fundándome en razones de tolerancia humana mantuve aún
entonces mi antipatía por la lucha religiosa. De ahí que considerase indigno de la tradición cultural de un gran pueblo
el tono de la prensa antisemita de Viena. Me impresionaba el recuerdo de ciertos hechos de la Edad Media, que no me
habría agradado ver repetirse.
Como esos periódicos carecían de prestigio –el motivo no sabía yo explicármelo entoncesveía la campaña que hacían
más como un producto de exacerbada envidia que como resultado de un criterio de principio, aunque éste fuese
errado. Corroboraba tal modo de pensar el hecho de que los grandes órganos de prensa respondían a esos ataques
en forma infinitamente más digna o bien optaban por no mencionarlos siquiera, lo cual me parecía aún más laudable.
Leía asiduamente la llamada prensa mundial (“Neue freie Presse”, “Wiener Tageblatt”, etc.) y me asombraba siempre
su enorme material de información, así como su objetividad en el modo de tratar las cuestiones; pero lo que
frecuentemente me chocaba era la forma servil en que adulaban a la Corte. Casi no había suceso de la vida cortesana
que no fuese presentado la público con frases de desbordante entusiasmo o de plañidera aflicción, según el caso. Otra
cosa que me llegaba a los nervios era el repugnante culto que esa prensa rendía a Francia.
De vez en cuando leía también el “Volksblatt”, por cierto periódico mucho más pequeño, pero que en estas cosas me
parecía más sincero. No estaba de acuerdo con su recalcitrante antisemitismo, bien que algunas veces encontraba
razonamientos que me movían a reflexionar. En todo caso a través de esas incidencias fue como llegué a conocer
paulatinamente al hombre y al movimiento político que por entonces influían en los destinos de Viena: El Dr. Karl
Lueger y el partido cristiano-social.
Cuando llegué a Viena era contrario a ambos porque los consideraba “reaccionarios”. Empero, una elemental noción de
equidad hizo variar mi opinión a medida que tuve oportunidad de conocer al hombre y su obra. Poco a poco se impuso
en mí la apreciación justa para luego convertirse en un sentimiento de franca admiración. Hoy, más que entonces, veo
en el Dr. Lueger al más grande de los burgomaestres alemanes de todos los tiempos.
¡Cuántas ideas preconcebidas tuvieron también que modificarse en mí al cambiar mi modo de pensar respecto al
movimiento cristianosocial! Y si con ello cambió igualmente mi criterio acerca del antisemitismo, ésta fue sin duda la
más trascendental de las transformaciones que experimenté entonces; ella me costó una intensa lucha interior entre la
razón y el sentimiento, y sólo después de largos meses, la victoria empezó a ponerse del lado de la razón. Dos años
más tarde, el sentimiento había acabado por someterse a ésta, para, en adelante, ser su más leal guardián y
consejero.
Debió, pues, llegar el día en que ya no peregrinaría por la gran urbe hecho un ciego, como en los primeros tiempos,
sino con los ojos abiertos, contemplando las obras arquitectónicas y las gentes. Cierta vez, al caminar por los barrios
del centro, me vi de súbito frente a un hombre de largo caftán y de rizos negros. ¿Será un judío?, fue mi primer
pensamiento. Los judios en Linz no tenían ciertamente esa apariencia. Observé al hombre sigilosamente y a medida
que me fijaba en su extraña fisonomía, estudiándola rasgo por rasgo, fue transformándose en mi menta la primera
pregunta en otra inmediata. ¿Será también un alemán?
Como siempre en casos análogos, traté de desvanecer mis dudas, consultando libros. Con pocos céntimos adquirí por
primera vez en mi vida algunos folletos antisemitas. Todos, lamentablemente, partían de la hipótesis de que el lector
tenía ya un cierto conocimiento de causa o que por lo menos comprendía la cuestión; además, su tono era tal, debido
a razonamientos superficiales y extraordinariamente faltos de base científica, que me hizo volver a caer en nuevas
dudas. La cuestión me parecía tan trascendental y las acusaciones de tal magnitud que yo –torturado por el temor de
ser injusto- me sentía vacilante e inseguro.
Naturalmente que ya no era dable dudar de que o se trataba de elementos alemanes de una creencia religiosa
especial, sino de un pueblo diferente en sí; pues desde que me empezó a preocupar la cuestión judía, cambió mi
primera impresión sobre Viena. Por doquier veía judíos y cuanto más los observaba, más se diferenciaban a mis ojos
de las demás gentes. Y si aún hubiese dudado, mi vacilación hubiera tenido que tocar definitivamente a su fin, debido
a la actitud de una parte de los judíos mismos.
Se trataba de un gran movimiento que tendía a establecer claramente el carácter racial del judaísmo; el sionismo.
Aparentemente apoyaba esa actitud sólo un grupo de los judíos, en tanto que la mayoría la condenaba; sin embargo,
al analizar las cosas de cerca, esa apariencia se desvanecía, descubriéndose un mundo de subterfugios de pura
conveniencia, por no decir mentiras. Porque los llamados judíos liberales rechazaban a los sionistas, no porque ellos no
fuesen judíos, sino únicamente porque éstos hacían una pública confesión de su judaísmo que aquellos consideraban
improcedente y hasta peligrosa. En el fondo se mantenía inalterable la solidaridad de todos.
Aquella lucha ficticia entre sionistas y judíos liberales, debió pronto causarme repugnancia porque era falsa en
absoluto y porque no respondía al decantado nivel cultural del pueblo judío.
¡Y qué capítulo especial era aquel de la pureza material y moral de ese pueblo! Nada me había hecho reflexionar tanto
en tan poco tiempo como el criterio que paulatinamente fue incrementándose en mí acerca de la forma cómo
actuaban los judíos en determinado género de actividades. ¿Había por virtud un solo caso de escándalo o de infamia,
especialmente en lo relacionado con la vida cultura, donde no estuviese complicado por lo menos un judío?
Un grave cargo más pesó sobre el judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus manejos en la prensa, en el
arte, la literatura y el teatro. Comencé por estudiar detenidamente los nombres de todos los autores de inmundas
producciones en el campo de la actividad artística en general. El resultado de ello fue una creciente animadversión de
mi parte hacia los judíos. Era innegable el hecho de que las nueve décimas partes de la literatura sórdida, de la
trivialidad en el arte y el disparate en el teatro gravitaban en el debe de una raza que apenas si constituía una
centésima parte de la población total del país.
Con el mismo criterio comencé también a apreciar lo que en realidad era aquella mi preferida “prensa mundial”, y
cuanto más sondeaba en este terreno, más disminuía el motivo de mi admiración de antes. El estilo se me hizo
insoportable, el contenido cada vez más vulgar y por último la objetividad de sus exposiciones me parecía más mentira
que verdad. ¡Eran, pues, judíos los autores!
Ahora vía bajo otro aspecto la tendencia liberal de esa prensa. El tono moderado de sus réplicas o su silencio de
tumba ante los ataques que se le dirigía, debieron reflejárseme como un juego a la par hábil y villano. Sus críticas
glorificantes de teatro estaban siempre destinadas al autor judío y jamás una apreciación negativa recaía sobre otro
que no fuese un alemán. Precisamente por la perseverancia con que se zahería a Guillermo II y por otra parte se
recomendaba la cultura y la civilización francesas, podía deducirse lo sistemático de su acción. El sentido de todo era
tan visiblemente lesivo al germanismo, que su propósito no podía ser sino deliberado.
¿Quién tenía interés en ello? ¿Era acaso todo obra de la casualidad?
En Viena, como seguramente en ninguna otra ciudad de la Europa occidental, con excepción quizá de algún puerto del
sur de Francia, podía estudiarse mejor las relaciones del judaísmo con la prostitución y más aún, con la trata de
blancas. Caminando de noche por el barrio de Leopoldo, a cada paso era uno – queriendo o sin quererlo – testigo de
hechos que quedaron ocultos para la gran mayoría del pueblo alemán hasta que la guerra de 1914 dio a los
combatientes alemanes en el frente oriental oportunidad de poder ver, mejor dicho, de tener que ver, semejante
estado de cosas.
Sentí escalofríos cuando por primera vez descubría así en el judío al negociante, desalmado calculador, venal y
desvergonzado de ese tráfico irritante de vicios de la escoria de la gran urbe.
Desde entonces no pude más y nunca volví a tratar de eludir la cuestión judía; por el contrario, me impuse ocuparme
en delante de ella. De este modo, siguiendo las huellas del elemento judío a través de todas las manifestaciones de la
vida cultural y artística, tropecé con él inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer:
¡Judíos eran los dirigentes del partido socialdemócrata!
Con esta revelación debió terminar en mi un proceso de larga lucha interior.
* * *
Gradualmente me fui dando cuenta que en la prensa socialdemócrata preponderaba el elemento judío; sin embargo,
no di mayor importancia a este hecho puesto que la situación de los demás periódicos era la misma. Otra circunstancia
sin embargo debió llamarme más la atención: no existía diario, donde interviniesen judíos, que hubiera podido
calificarse, según mi educación y criterio, como un órgano verdaderamente nacional.
En cuanto folleto socialdemócrata llegaba a mis manos examinaba el nombre de su autor: siempre era un judío.
Examiné casi todos los nombres de los dirigentes del partido socialdemócrata; en su gran mayoría pertenecían
igualmente al “pueblo elegido”, lo mismo si se trataba de representantes en el Reichsrat que de los secretarios de las
asociaciones sindicalistas, de los presidentes de las organizaciones del partido que de los agitadores populares. Era
siempre el mismo siniestro cuadro y jamás olvidaré los nombres: Austerlitz, David, Adler, Ellenbogen, etc.
Claramente veía ahora que el directorio de aquel partido, a cuyos pequeños representantes combatía yo tenazmente
desde meses atrás, se hallaba casi exclusivamente en manos de un elemento extranjero y al fin supe definitivamente
que el judío no era alemán. Ahora sí que conocía íntimamente a los pervertidores de nuestro pueblo.
Un año de permanencia en Viena me había bastado para llevarme al convencimiento de que ningún obrero, por
empecinado que fuera, no dejaría de acabar por rendirse ante conocimientos mejores y ante una explicación más
clara. En el transcurso del tiempo me había convertido en un conocedor de su propia doctrina y yo mismo podía
utilizarla ahora como un arma a favor de mis convicciones.
Casi siempre el éxito se inclinaba hacia el lado mío.
Se podía salvar a la gran masa aunque solamente a costa de enormes sacrificios de tiempo y de perseverancia.
Pero a un judío, en cambio, jamás se le podría liberar de su criterio. Cuando alguna vez se lograba reducir a uno de
ellos, porque observado por los presentes no le había ya quedado otro recurso que asentir, y hasta se creía haber
adelantado con ello por lo menos algo, grande debía ser la sorpresa que al día siguiente se experimentaba al constatar
que el judío no recordaba ni lo más mínimo de lo acontecido la víspera y seguía repitiendo los dislates de siempre.
Muchas veces quedé atónito sin saber qué es lo que debía sorprenderme más: la locuacidad del judío o su arte de
mistificar.
Me hallaba en la época de las más honda transformación ideológica operada en mi vida: De débil cosmopolita debí
convertirme en antisemita fanático.
Una vez más – esta fue la última-vinieron a embargarme reflexiones abrumadoras. Estudiando la influencia del pueblo
judío a través de largos períodos de la historia humana, surgió en mi mente la inquietante duda de que quizás el
destino por causas insondables, le reservaba a este pequeño pueblo el triunfo final. ¿Se le adjudicará acaso la tierra
como premio, a ese pueblo, que vive eternamente sólo para esta tierra? ¿Es que nosotros poseemos realmente el
derecho de luchar por nuestra propia conservación o es que también esto tiene en nosotros sólo un fundamento
subjetivo?
El destino mismo se encargó de darme la respuesta al engolfarme en la penetración de la doctrina marxista para de
este modo estudiar minuciosamente la actuación del pueblo judío.
La doctrina judía del marxismo rechaza el principio aristocrático de la Naturaleza y coloca en lugar del privilegio eterno
de la fuerza y del vigor, la masa numérica y su peso muerto. Niega así en el hombre el mérito individual e impugna la
importancia del nacionalismo y de la raza abrogándose con esto a la humanidad la base de su existencia y de su
cultura. Esa doctrina, como fundamento del universo, conduciría fatalmente al fin de todo orden natural concebible por
la mente humana. Y del mismo modo que la aplicación de una ley semejante en la mecánica del organismo más
grande que conocemos, provocaría el caos, sobre la tierra no significaría otra cosa que la desaparición de sus
habitantes.
Si el judío con la ayuda de su credo marxista llegase a conquistar las naciones del mundo, su diadema sería entonces
la corona fúnebre de la humanidad y nuestro planeta volvería a rotar desierto en el eter como hace millones de siglos.
La Naturaleza eterna venga inexorablemente la transgresión de sus preceptos.
ASI CREO AHORA ACTUAR CONFORME A LA VOLUNTAD DEL SUPREMO CREADOR: AL DEFENDERME DEL JUDÍO
LUCHO POR LA OBRA DEL SEÑOR"




-Recordemos que la socialdemocracia de aquel entonces era marxista.