(...)
La investigación científica en la URSS estuvo siempre muy por delante de los más avanzados países capitalistas, cualquiera que sea la etapa analizada, en cifras absolutas o relativas. Para 1980 los datos de Bruno Latour sobre el número de científicos e ingenieros, su porcentaje con respecto al total de la fuerza de trabajo, así como la proporción de la inversión en ciencia con respecto al volumen del Producto Nacional Bruto es esclarecedera de la aplastante superioridad soviética (604):
URSS - Estados Unidos - Japón - Alemania - Reino Unido -Francia
científicos
e ingenieros 1.200.000 / 890.000 / 363.000 / 122.000 / 104.000 / 73.000
% del total de
trabajadores 0,9 / 0,59 / 0,65 / 0,46 / 0,4 / 0,32
% del total
del PNB 3,6 / 2,6 / 2,4 / 2 / 2,2 / 2,6
Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes de la genética de otros países, consecuencia a su vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente, aparece como una política deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética, como si los demás países no tuvieran ninguna responsabilildad en ello. También aquí hay que proceder a una verdadera reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo durante muchos años fuera de la Sociedad de Naciones, sometida a un riguroso bloqueo internacional. En líneas generales y, especialmente en lo que a la ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó desarrollar toda clase de intercambios con terceros países, a cuyos efectos creó una Oficina para el Estudio de la Ciencia y la Tecnología Extranjera. En 1924 organizó la Sociedad para las conexiones culturales con los países extranjeros: «Con posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y después otros centros de investigación, tomaron medidas para establecer relaciones directas con centros de investigación del extranjero. Aun cuando al principio la cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la ciencia soviética» (604b). La gran crisis capitalista de 1929 favoreció los intercambios. Al acabar con los presupuestos para educación e investigación en Estados Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y técnicos extranjeros que se habían quedado en el paro a instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían instalado anteriormente, de manera que es difícil encontrar un genetista que no hubiera viajado en algún momento a la URSS antes de la guerra mundial. Un conocido eugenista como Leslie Clarence Dunn se trasladó allá en 1927 con una beca de Rockefeller. Richard B.Goldschmidt visitó la URSS en 1929 para asistir a un congreso de genética. También visitó el país dos veces Julian Huxley antes de la guerra, del que obtuvo una buena impresión, olvidándose de ella en la posguerra para escribir su obra contra Lysenko, una incongruencia que nunca explicó. Al quedarse en el paro en Estados Unidos, el biometrista Chester Bliss trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico de Leningrado. El genetista Calvin F.Bridges también fue profesor de su disciplina en la Universidad de Leningrado.
(...) [Sigue con más ejemplos]
En 1925 la Academia de Ciencias ofreció un laboratorio de investigación al biólogo Paul Kammerer durante una vista a la URSS. El austriaco aceptó el puesto pero tenía que ir a Viena para recoger sus cosas. Fue entonces cuando se divulgó su supuesto fraude, que le condujo al suicidio. [Sobre el caso de este lamarckista se han presentado nuevas evidencias, recogidas incluso por la prensa generalista y que citaremos al final] Después de 1929 la crisis promocionó la emigración hacia la URSS de científicos procedentes de los países de Europa central, una corriente reforzada después de la llegada de Hitler a la cancillería en Alemania. En 1932 el paleobiólogo checo Martin Fritz Glæssner (1906-1989) fue invitado a organizar el laboratorio del Instituto de Minerales, alcanzando una plaza en la Academia de Ciencias e impartiendo lecciones en la Universidad de Moscú. Se casó con una soviética pero, ante la proximidad de la guerra, como a tantos otros científicos extranjeros, en 1937 le exigieron optar por obtener la nacionalidad soviética o abandonar el país, trasladándose entonces a Viena.
Entre los científicos que huyeron a la URSS se encontraba Georg Schneider (1909-1970), un joven militante del Partido Comunista de Alemania recién salido de la universidad. Schneider emigró a la URSS en 1931, donde dos años después se le unió su profesor en Jena, Julius Schaxel (1887-1943), un prestigioso biólogo, también marxista, a su vez alumno de Ernst Haeckel. Schaxel (605) había fundado en 1924 el conocido diario de información científica «Urania», prohibido por los nazis en 1933. En el exilio Schaxel y Schneider iniciaron una estrecha colaboración primero en el Instituto de Morfogénesis Experimental, poniendo los cimientos de la biología del desarrollo, disciplina de la que se cuentan entre sus pioneros, que continuaron después en el Instituto Severtsov de Morfología Evolucionista de la Academia de Ciencias de la URSS en Moscú. Tras su retorno a Alemania en 1945, Schneider impartió clases de biología teórica en la Universidad de Jena, siendo uno de los pocos defensores del lysenkismo en la República Democrática Alemana.
El caso de H.J.Muller es bastante singular e ilustra sobre la verdadera situación de la genética en aquella época, ya que recorrió todo el espectro ideológico imaginable. Discípulo de Morgan, su «redescubrimiento» del efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual Principles of Genetics tuvo una amplia difusión universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al ruso. Muller fue uno de aquellos investigadores que tuvo que abandonar la universidad de su país, en bancarrota tras el hundimiento capitalista de 1929. De Texas se trasladó a Berlín en 1932, permaneciendo durante un año trabajando junto a Timofeiev-Ressovski en el mismo laboratorio. Después de la llegada al poder de los nazis aceptó una invitación para presidir el Instituto de Genética de Moscú, a donde se desplazó con su cargamento de moscas, permaneciendo allá desde 1933 hasta 1937. En la Unión Soviética Muller escribió varios artículos para la prensa elogiando la colectivización agrícola y apoyando la investigación científica soviética. En uno de ellos, publicado en el diario gubernamental Izvestia con ocasión del décimo aniversario de la muerte de Lenin, criticaba el lamarckismo y defendía que la genética mendelista era una aplicación del marxismo a la biología. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional de Amistad Americano-Soviética y presidente de la Sociedad Científica Americano-Soviética. En una conferencia impartida en Moscú en 1936 estableció el puente que unió la química y la genética: el portador de la información genética era un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades. Al año siguiente se trasladó a España como miembro de las Brigadas Internacionales para participar en los servicios médicos del ejército republicano. Pero Muller tenía sus propias ideas: era un eugenista cuyas concepciones creyó poder llevar a cabo en la URSS, como si la revolución de 1917 hubiera convertido al país en un laboratorio de cobayas humanas. Creía que la Unión Soviética era el Estado ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la raza humana porque las barreras de clase habían desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un ejemplar de su libro Out of the night en el que defendía la eugenesia. En esa obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller sostuvo que la inseminación artificial entre los soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo. Había que mejorar la dotación genética de la clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad natural. Desengañ por no poder llevar a cabo sus experimentos eugenistas, Muller acabó militando en las filas del anticomunismo más visceral.
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En los libros soviéticos publicados no hay más que repasar la bibliografía y las citas para observar cómo los avances de otros países también fueron conocidos por los científicos soviéticos, así como sus manuales, de los que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y librerías. Así, las obras escogidas de T.H.Morgan se publicaron en la URSS en 1937, antes que en Estados Unidos; lo mismo se puede decir de las de H.J.Muller, un científico más conocido en la URSS que en su propio país.
Una de las acusaciones lanzadas contra Lysenko es su negativa a reconocer los genes, cuestión que él abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que él se oponía era al concepto de gen como corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no por negar que existan partículas o una sustancia de la temperatura, se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la materia: «Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los citólogos, puedan percibir un día los genes por el microscopio. Se podrá y se deberá discernir en el microscopio detalles cada vez más ínfimos de la célula, del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma, y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es la célula que se desarrolla, se transforma en organismo. Esta célula comporta unos orgánulos con fines diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se desarrolle, que no evolucione».
Bastantes años después un mendelista como Ruse exponía idéntico planteamiento que Lysenko: «ver el portador del gene -el cromosoma- no significa necesariamente ver el gene mismo», reconoce. El concepto de gen no es empírico, no se desprende de un hecho observado e incluso -añade Ruse- no se va poder ver nunca, por lo que «sería claramente falso concluir que el gene es un entidad observable», a pesar de que reconoce que se debe «ampliar» la noción de observación a fin de poder obtener una noción «indirecta» de gen, ya que «las entidades no observables o hipotéticas sólo se nos hacen patentes por medio de teorías» (607). En fin, siempre que alguien ha pretendido justificar el concepto de gen, se ha visto obligado a exposiciones tan barrocas, por lo menos, como la de Ruse; un verdadero castillo de naipes.
Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que también puede encontrase en autores muy anteriores a él, como el embriólogo soviético A.G.Gurwitsch, uno de los primeros opositores a la emergente genética mendelista desde los primeros tiempos de formación de la URSS, si bien su criterio se fundamentó en argumentos bien distintos de los defendidos por Lysenko. Según Gurwitsch la herencia deriva del campo morfogenético, es decir, de fuerzas de ámbito supracelular, que ni siquiera pueden considerarse como biológicas en un sentido estricto. Sin embargo, en sus cursos daba conocer a sus alumnos la obra de Mendel. Cuando en 1948 los lysenkistas le invitaron a sumarse a la batalla contra la teoría sintética, Gurwitsch se posicionó en contra suya. Su posición es, pues, esclarecedora de la complejidad del debate por cuanto ambos, Gurwitsch y Lysenko eran originarios del mismo pueblo y, además, pocos años antes, en 1941, había recibido el Premio Stalin por su descubrimiento de los biofotones.
Desde el punto de vista del origen de la vida, Oparin también criticó la teoría de las mutaciones al azar:
En el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la vida.
La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo demás simplista. Según ellos, la molécula del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una ‘operante’ y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan ‘solos’, para constituir una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene desde el primer momento todas las propiedades de la vida.
Ahora bien, esa ‘circunstancia feliz’ es tan excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.
Está claro, pues, que esa ‘explicación’ no explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?
Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y de un programa determinado para la creación de la vida.
Así, en el libro de Schroedinger ‘¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?’, publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: ‘La vida, su naturaleza y su origen’, y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida -el más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una posición materialista.
Idéntica posición que Lysenko y Oparin defendió en los años treinta el biólogo italiano Mario Canella, que calificó al mendelismo como una «jerga esotérica». El gen, afirma Canella, ni material ni funcionalmente puede ser una unidad autónoma: «Nuestra ignorancia es lo bastante grande como para justificar las más dispares hipótesis», concluye (607b). El 19 junio de 2007 la agencía de noticias canadiense Science Presse titulaba así una información: «Ni siquiera sabemos lo que es un gen» (608).
Lysenko no ha sido, pues, el único en cuestionar el estatuto científico del concepto «gen». Las dudas sobre la naturaleza y la existencia misma de los genes fueron muy frecuentes entre los científicos de todo el mundo hasta mediados del siglo XX, y nunca se han solventado satisfactoriamente. No solamente no se le puede reprochar nada a Lysenko sino que, desde la perspectiva actual, lo que cabe discutir es si avanzó lo suficiente en ese terreno, es decir, si insertó adecuadamente dicho concepto en el contexto de una crítica más general al conjunto de la teoría sintética y del concepto de herencia. El concepto de gen es uno de los fantasmas sobre los que se ha articulado la teoría sintética, su misma médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de la genética naufraga. Si suponemos que heredamos algo de nuestro ancestros, ¿qué es eso que se hereda? ¿heredamos genes? ¿heredamos únicamente genes? Los verdaderos científicos son los que plantean preguntas. Por eso, en la edición correspondiente a 1948 de su obra sobre la herencia, el genetista suizo Émile Guyénot insertó un epígrafe titulado «¿Existen los genes?», donde reconocía que los genetistas no sabían nada cierto sobre la naturaleza de los genes: «La existencia misma del gen, al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a poner en duda». Añade también que aunque los cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta autonomía, esas posiciones diferenciables no son necesariamente genes (608b). Esa era la posición de un genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la Academia. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es que éste era soviético. Parece claro, en consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era compartida por una parte importante de la genética mundial, hoy censurada.
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A diferencia de otros conceptos capitales de la biología molecular, como las enzimas, por ejemplo, los genes no fueron un descubrimiento sino un invento, una hipótesis presumida por las modificaciones que se observaban en el exterior o, en expresión de Darwin, «tinta invisible». Como afirma Le Dantec, poner un nombre a algo que no existe es un «error de método» porque parece concederle una realidad fáctica que no tiene (610). Se inventó una causa por sus efectos; se postuló su existencia en la misma forma que se postula la existencia de un virus, aún sin conocer su realidad, cuando se manifiestan determinadas enfermedades y se le pone el mismo nombre al virus (la causa) que a la enfermedad (el efecto). Del mismo modo, cuando se apreciaban cambios en los caracteres externos se atribuían a causas internas, de donde se extrajeron las nociones de mutación génica, alelo, polimorfismo, etc. Según el manual de Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, sólo se puede detectar un gen cuando hay un cambio en los rasgos físicos externos del individuo; a medida que se descubran más cambios, se descubrirán también más genes. La variación es la materia prima de la genética: si todos los ejemplares de una especie fueran iguales, no existiría esta ciencia. Los autores definen precisamente la genética como el estudio de los genes a través de su variación (611).
La argumentación de Morgan es también sintomática de la manera confusa en que se introdujo el concepto de gen a mediados del pasado siglo: «La prueba de que los genes son las unidades esenciales de la herencia no reposa sobre la observación directa, ya que la dimensión de los genes es inferior a los límites de la visión en los más poderosos microscopios, sino que se deduce de los fenómenos de la herencia». Por lo tanto, en primer lugar, la existencia de los genes no se apoyaba en los hechos; aunque no lo querían reconocer, no era más que una de esas hipótesis tan poco gratas a los empiristas. Pero además, añadía Morgan, los genes son «entidades» con dos propiedades fundamentales: la primera la expone de una manera muy confusa diciendo que los genes tienen capacidad para crecer y multiplicarse, aunque luego dice que lo que en realidad se divide es el cromosoma, para acabar sosteniendo que «el gen se divide cuantitativamente y luego crece hasta adquirir el volumen del gen original». La segunda facultad de los genes, continúa Morgan, es la de provocar cambios en la actividad química y física del protoplasma. No obstante, esta tesis, reconoce Morgan, también «carece de una base de observación directa, pero reposa sobre deducciones lógicas de los resultados del análisis genético. Esta prueba genética muestra que cuando un gen sufre una mutación, sin perder su capacidad de autoperpetuarse, provoca cambios en el carácter del individuo resultante. El argumento, en realidad, está basado en una relación inversa entre el gen y el carácter o de una serie de caracteres, y luego, por el análisis, referimos este cambio del carácter a un cambio de gen. Pero lo importante es que el cambio puede ser analíticamente referido a un punto particular o locus de uno de los cromosomas, es decir, a un solo gen. Admitido que el cambio de un carácter depende de alguna propiedad del nuevo gen, surge la cuestión de saber cómo el nuevo gen produce su efecto sobre el protoplasma celular, pues es en el protoplasma donde el carácter se manifiesta». Más adelante Morgan sigue tambaleándose en la cuerda floja: «Es posible pensar que el efecto puede ser debido a alguna acción dinámica del gen sobre el protoplasma circundante. Esta posibilidad no puede hasta el presente ser demostrada ni rechazada, pero, como la mayor parte de los cambios celulares son de naturaleza química, parece plausible aceptar que los genes ponen en libertad alguna sustancia química -quizá un catalizador- que provoca ciertos cambios químicos en el protoplasma» (612). En suma, muchos argumentos y ningún apoyo fáctico; en Morgan, las conjeturas, posibilidades y «deducciones lógicas» se encadenaban una tras otra. Sin embargo, el tiempo, la historia de la ciencia, volvería a demostrar que una mala teoría siempre es susceptible de empeorar; los seguidores de Morgan dejarían de lado sus reservas, preocupaciones y circunloquios teóricos. Las hipótesis del gen debía convertirse en la tesis del gen.
Los mendelistas seguían reconociendo su vacuidad empírica en una fecha tan tardía como 1951 en una cita de Sinnott, Dunn y Dobzhansky que merece la pena recordar porque ilustra bien claramente el verdadero trasfondo del estado de la genética en aquel momento: «Conviene hacer resaltar que no estamos seguros de la existencia de genes porque los hayamos visto o analizado químicamente (hasta ahora la genética no ha conseguido hacer ninguna de estas dos cosas) sino porque las leyes de Mendel sólo pueden interpretarse satisfactoriamente admitiendo que existen los genes» (613). Fue un arrebato de sinceridad poco frecuente en los mendelistas que no se ha vuelto a repetir, pero conducía a un flagrante círculo vicioso: las leyes de Mendel se demuestran por la existencia de los genes y, a su vez, la existencia de los genes por las leyes de Mendel. El concepto de gen se introduce por las necesidades explicativas de la síntesis neodarwinista y no tiene sentido fuera de ella. Como dice Ruse: «Hoy en día ningún genetista mendeliano duda que existan los genes» (614). Se trata de exactamente de eso: de las reverencias de los mendelianos por los genes, y no de otra cosa. La suerte de los genes y del mendelismo corren parejas. Forman una teoría que se apoya en una hipótesis y una hipótesis que se apoya en una teoría, es decir, un castillo de naipes.
A la cuestión se le podría, pues, dar una vuelta de tuerca empezando a plantearla desde el punto de vista de las «leyes» de Mendel, respecto de las cuales el propio Mayr acabó reconociendo lo siguiente: «Las ‘leyes’ de Mendel tuvieron una utilidad didáctica en el primer periodo del mendelismo, que ya no tienen en la actualidad: han sido reemplazadas por otras» (615). Procediendo de un portavoz cualificado como Mayr, es un reconocimiento muy importante que sería bueno desarrollar con algo más de detenimiento para averiguar qué otras «leyes» han sustituido a aquellas viejas de Mendel que sólo tuvieron una «utilidad didáctica». Dado que los conceptos tienen un carácter práctico y contextual, es decir, que se forman y evolucionan con su uso dentro de un conjunto teórico de inferencias y argumentaciones, hubiera sido imprescindible que Mayr explicara cuáles son las nuevas «leyes» para saber cómo se insertan los genes en ellas, es decir, si el concepto de gen sigue siendo necesario y si se mantiene inalterado dentro del nuevo contexto teórico de la biología molecular. No hay ninguna respuesta a esas dudas. Sin embargo, cualquiera que fuera la respuesta, lo cierto es que el estatuto epistemológico del gen no se puede deducir sólo de la elección de definiciones retóricas o verbales que la teoría sintética ha propuesto sucesivamente sino de la propia práctica científica que ha desplegado, esto es, del uso del concepto gen en su contexto de inferencias, su funcionalidad dentro de la teoría sintética, es decir, la manera en que un concepto falso se articula dentro de una teoría también falsa, definida por varios rasgos característicos:
— el genoma se compone de genes
— su origen: los genes proceden verticalmente de los ancestros
— la estabilidad: el gen no cambia ni cualitativa ni cuantitativamente (el valor C), salvo mutaciones excepcionales
— el culto a la pureza, a lo incestuoso y endogámico, lo único que tiene un carácter definitorio de lo propio frente a lo ajeno o ambiental, que es infeccioso, parasitario o pernicioso
— la autosuficiencia: los genes son unidades determinantes pero no determinadas por nada ajeno a ellos mismos
— la funcionalidad: la tarea de los genes es la de fabricar proteínas; a cada gen le corresponde una proteína y a la inversa
El concepto de gen, como otros en biología, es panglósico, lo mismo que el de «selección natural». Lo explica todo, o lo que es lo mismo: no explica nada. En una entrevista concedida a la revista «El Basilisco» Ayala decía que había 27 definiciones diferentes de lo que es un gen (616). Si la lingüística dijera que hay 27 definiciones distintas de lo que es una metonimia o la física que hay 27 definiciones de lo que es la energía cinética, dudaríamos seriamente de su carácter científico. Lo significativo no es que una ciencia pueda proporcionar un número tan abundante de definiciones para un mismo concepto. Incluso en el habla coloquial es difícil que el diccionario disponga de 27 acepciones distintas para una misma voz, siendo preocupante e insólito que en un lenguaje más preciso, como el científico, ello sea siquiera imaginable, teniendo en cuenta, además, no sólo que el concepto de gen desempeña un papel capital dentro de la disciplina, sino que esas definiciones son diferentes entre sí, e incluso contradictorias.
En lo que sigue me limitaré a exponer cuatro de esos conceptos distintos de lo que es un gen que tienen relación con la manera en que se introdujo la hipótesis dentro de la biología y su crisis posterior: el gen como una unidad estructural o partícula, el gen como unidad funcional, el gen como unidad de mutación y el gen como unidad de recombinación. Estas definiciones tienen en común que el gen es una «unidad», es decir, una entidad biológica en sí misma capaz de reconducir una multiplicidad de fenómenos y explicarlos coherentemente. Una ciencia no tiene por qué centrar su investigación en torno a una única unidad nuclear de la realidad sino que, en función de sus necesidades epistemológicas, puede desarrollar varias unidades. No obstante, la teoría sintética pretendió imponer el gen como única unidad de la genética, excluyendo de la misma al genoma, es decir, que consideró que el genoma carecía de entidad propia, reduciéndolo a una mera colección o suma de genes.
Inicialmente, hacia 1900, De Vries utilizó la voz «pangen» en el mismo contexto en el que Darwin desarrolló su teoría de la pangénesis, hoy descartada. Si se examina su teoría de las mutaciones se observa que nada tenía que ver con genes sino con los cambios en el número de cromosomas, lo que los botánicos llaman poliploidía. Después apareció la definición que dio Johannsen, el inventor de la palabra, que nada tenía que ver con la anterior: «El gen se debe utilizar como una especie de unidad de cálculo. De ninguna manera tenemos derecho a definir el gen como una unidad morfológica en el sentido de las gémulas de Darwin o de las bioforas, de los determinantes u otras concepciones morfológicas especulativas de esa especie» (617). Ahora ya nadie sostiene que los genes son conceptos estadísticos. También se descartó este concepto, por lo que del contexto teórico en el que se gestó la palabra «gen» sólo quedó eso, la palabra, para la cual hubo que seguir buscando definiciones, imponiéndose precisamente lo que Johannsen pretendía evitar: una definición morfológica. El gen se definió como una partícula determinante de la herencia, o peor, de un solo rasgo hereditario. Era una hipótesis construída sobre el modelo atómico de la física y al mismo tiempo que ese modelo se desarrollaba, dando lugar al nacimiento de la mecánica cuántica. El gen era una especie de átomo y su mutación consistía en la sustitución de un átomo por otro distinto. Las tentaciones en esa línea abundaban. En la primera mitad del siglo XX era muy común relacionar -e incluso confundir- a los genes con virus que se acababan de descubrir por aquella misma época. Lo mismo que los átomos o los virus, los mendelistas imaginaron que los genes eran unidades indivisibles, una especie de seres con entidad por sí mismos, una molécula (618). El tamaño de los virus oscila entre los 0,03 micras del virus de la fiebre aftosa a los poxvirus, que miden diez veces más: 0,3 micras. Como los virus, los genes también eran partículas físicas de las que se podrían calcular sus dimensiones, peso y volumen. Ahora la moda ha pasado pero en la primera mitad del siglo anterior era frecuente que los mendelistas hicieran cálculos sobre el tamaño de los genes que hoy nadie se atrevería. Así Morgan aseguraba que existían «cientos» de genes en cada cromosoma, cada uno de los cuales estaba fuera del alcance del microscopio, porque no eran más pequeños que algunas de las moléculas orgánicas más grandes (619).
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Con las mutaciones los interrogantes no sólo no acababan sino que se multiplicaban exponencialmente: no sabemos lo que es un gen, pero ¿qué es una mutación? Y sobre todo ¿cómo saber lo que es una mutación si no sabemos qué es lo que muta? ¿Es posible llegar a saber siquiera lo que es la mutación de un gen sin saber lo que es un gen? El concepto de gen como unidad de mutación (mutón) significa exactamente eso: que lo que muta es un gen, que aparece un gen nuevo o que se modifica la composición bioquímica de otro ya existente, permaneciendo idénticos los genes vecinos. Se trata, pues, de un concepto derivado de su noción corpuscular. Con las mutaciones sucede lo mismo que con los genes: cuando De Vries introduce el concepto de mutación no se refiere a los genes sino a los cromosomas. Se trata de un fenómeno corriente en botánica: la poliploidía o aparición de nuevos cromosomas en cantidades múltiples de los anteriores. Sin embargo, no es ese el significado con el que ha perdurado. Del concepto original no ha vuelto a quedar más que el vocablo. Al ignorarlo todo respecto a los genes hubo que añadir otro componente enigmático suplementario, el de «mutación aleatoria», que no es más que un reconocimiento casi explícito de ese desconocimiento. Los experimentos con radiaciones ionizantes de Timofeiev-Ressovski y Delbrück en Berlín trataban de demostrar que se podía alterar un gen aplicando radiaciones, para lo cual desarrollaron la «teoría de la diana», es decir, la probabilidad de acertar lanzando una radiación contra una determinada partícula. Era una especie de acupuntura radiactiva. La teoría deriva de la magischen Kuger (bala mágica), elaborada por Paul Ehrlich en 1909 para denominar al fármaco capaz de eliminar selectivamente a los microbios sin efectos secundarios para el organismo anfitrión (463b). Es una expresión que aún se utiliza muy frecuentemente en farmacia y medicina para buscar el remedio que ataque la enfermedad sin dañar al enfermo. Timofeiev-Ressovski y Delbrück creían que se podría alcanzar a un gen, dejando intactos a los demás, demostrando así experimentalmente, según expresión de Timofeiev-Ressovski, la composición «monomolecular» del gen.
Las balas mágicas nunca aparecieron pero, curiosamente, por aquellas mismas fechas, se descubría que el ADN citoplasmático sí se componía de partículas que se habían podido observar al microscopio. Por ejemplo, Sonneborn había calculado que las partículas kappa medían 0,4 micras de diámetro aproximadamente y estaban envueltas en una membrana. Nada de esto podían decir los mendelistas de sus genes. Es otra de esas absurdas paradojas de la historia de la genética: en la herencia citoplasmática sí se podía hablar de genes como de unidades constitutivas de la misma, físicamente observables; el problema estaba en que a la genética mendelista no le interesaba ese tipo de herencia, entre otros motivos porque no respondía a las «leyes» de Mendel.
Hasta 1944 se pensaba que los genes estaban en los cromosomas pero no en qué parte de ellos o, mejor dicho, si su función transportadora la cumplían los ácidos nucleicos o las proteínas. Incluso casi todos optaban por relacionarlos con las proteínas. No se sabía, por tanto, algo tan trascendente como su constitución bioquímica, de qué material estaban formados. El descubrimiento de la vinculación de los genes al ADN en lugar de a las proteínas fue un choque tan grande que no resultó fácilmente aceptado, hasta que volvió a comprobarse en 1952. No obstante, nadie fue capaz de replantear el concepto de gen; se saltó al otro extremo, se impuso el dogma central y las proteínas vieron rebajada su importancia epistemológica: las proteínas no eran genes sino producto de los genes.
Como los genes, las leyes de Mendel también se desmoronaron una tras otra, pero eso no condujo a un replanteamiento de los fundamentos de la teoría sino al remiendo de la misma: no se trataba exactamente de la falta de validez empírica de tales leyes sino de excepciones a las mismas. No obstante, llegó un momento en el que las excepciones se acumularon y fueron más numerosas que las reglas. A medida que se observaban excepciones los mendelistas tuvieron que inventar sobre la marcha nuevas variantes de genes y de funcionamiento de los genes, lo cual no era difícil porque se iban elaborando hipótesis sobre hipótesis. El artificio era más que evidente y aparece con meridiana claridad en el manual de Sinnott, Dunn y Dobzhansky, verdadera obra de referencia en su momento (incluso en la URSS, donde era el libro de texto utilizado en la enseñanza) cuando alude a aquellos casos en que no aparecían las leyes previstas. En tales casos una argumentación característica presentaba este curioso aspecto:
Aunque las leyes de Mendel de la segregación y la transmisión independiente se confirmaron inmediatamente después de su redescubrimiento en 1900, no estaba probado que estas leyes tuvieran que aplicarse universalmente a la herencia en todos los organismos. En efecto, parecía como si la herencia mendeliana constituyera más bien una excepción y que, en general, la herencia fuese del tipo mezclado, en que las herencias de ambos padres se mezclasen en los descendientes [...]
No obstante pronto se vio que la mayor parte de las excepciones aparentes podían explicarse admitiendo que muchos caracteres estaban influidos por dos o más parejas de genes cuyas expresiones interactúan. Según las formas de la interacción, las proporciones fenotípicas se modifican de distintas maneras, pero las leyes fundamentales de la transmisión hereditaria siguen siendo las mismas (624).
Esto significa el siguiente modo de proceder «científico»: ante el fallo de una hipótesis acerca de algo que se ignora, no había que cambiar de hipótesis sino aparentar que sabemos algo acerca de eso de lo que no sabemos nada. Así, los mendelistas no se conformaron con asegurar que había genes sino que inventaron también los poligenes para aquellos casos en que fallasen los anteriores. Ahora bien, los poligenes son lo mismo que los genes... sólo cambian un poco... Entonces los genes se servían a la carta: el menú dependía de las necesidades que hubiera que cubrir. Más en concreto, los poligenes se inventaron para tapar los agujeros de los genes. La herencia poligénica se llama ahora «multifactorial» a causa de la «intervención casi constante de factores ambientales» (625).
Mayr comparó la concepción corpuscular del gen con una bolsa llena de bolas de colores, relatando así su fracaso:
El procedimiento de la genética mendeliana clásica de estudiar cada locus de gene por separado y con independencia fue una simplificación necesaria para determinar las leyes de la herencia y conseguir una información básica sobre la fisiología del gene [...] El mendelismo permitía comparar los contenidos genéticos de una población con una bolsa llena de bolas de colores. La mutación era el cambio de un tipo de bola por otra. Esta conceptualización se ha designado como ‘genética de la bolsa de bolas’. Estamos familiarizados con los conceptos atomistas de tal periodo [...]
La genética poblacional y la genética del desarrollo han mostrado que pensar en términos de la genética de la bolsa de bolas conduce muchas veces a graves errores. Considerar los genes como unidades independientes carece de sentido, tanto desde el punto de vista fisiológico como evolutivo. Los genes no sólo actúan (con respecto a ciertos aspectos del fenotipo) sino que interactúan [...] Esta interacción se ha descrito de una forma obviamente exagerada, por la aseveración: cada uno de los caracteres de un organismo está afectado por todos los genes y cada gene afecta a todos los caracteres. El resultado es una integración funcional íntimamente entretejida de todo el genotipo (626).
El descubrimiento de la doble hélice en 1953 demostró que en cada cromosoma el ADN es una molécula única y aunque se componía de unidades más pequeñas, éstas no eran precisamente genes. Se trataba de la más contundente demostración de la falsedad de la naturaleza corpuscular del gen, pero se reinterpretó de la manera más conveniente para la teoría sintética, produciéndose esa asociación característica entre los genes y el ADN que llega hasta la actualidad. Incluso pareció que la doble hélice confirmaba la hipótesis del gen. Una teoría no podía subsistir con dudas indefinidamente, de modo que en lugar de acabar con la teoría había que acabar con las dudas. Los mendelistas ya podían hablar de la tesis del gen. Una teoría tuerta se transformó en una teoría ciega.
En el siglo XIX la tendencia dominante en biología suponía que la materia viva, a diferencia de la inerte, era un coloide de partículas bastante grandes dispersas en agua. Cuando en 1893 Albrecht Kossel inició sus investigaciones acerca de los ácidos nucleicos introdujo la noción de Baustein o ladrillos, según la cual los gigantescos compuestos orgánicos, como los ácidos nucleicos, se componían de unidades más pequeñas que se repetían enlazadas entre sí por medio de enlaces químicos, entonces no bien conocidos aún. En el ADN Kossel no encontró genes sino un polímero, es decir, una larga cadena molecular cuyos eslabones elementales son los monómeros o nucleótidos que, a su vez, están formados por tres partes integrantes unidas entre sí:
a) un tipo de azúcar que Levene identificó (en 1909 la ribosa del ARN y en 1929 la desoxirribosa del ADN), también llamado pentosa porque adopta la forma de un pentágono en cuyos vértices hay cinco átomos de carbono; ocupa el centro de la molécula, sirviendo de bisagra con los otros dos componentes
b) un compuesto del fósforo, el ácido fosfórico, también denominado ortofosfórico, cuya fórmula química es H3PO4 que marca la condición ácida del ADN
c) una base nitrogenada cíclica, es decir, cuyos componentes (adenina, guanina, citosina y timina) se repiten siguiendo determinadas secuencias a lo largo de la molécula de ADN constituyendo el elemento diferencial: mientras la dexorribosa y el ácido fosfórico son siempre iguales, las bases nitrogenadas cambian de un nucleótido a otro.
Hasta mediados del siglo pasado la historia del ADN es ajena por completo a la hipótesi del gen, con la diferencia de que el ADN tenía el respaldo de una práctica científica y el gen sólo era una especulación teórica. Uno de los mayores químicos del siglo pasado, Proebus Aaron Levene (1869-1940), un ruso que trabajó en Estados Unidos, propuso la «hipótesis del tetranucleótido» según la cual las cuatro bases se repartían uniformemente en los ácidos nucleicos. En 1950 Chargaff demostró que esa hipótesis era errónea porque las proporciones de bases púricas (adenina y guanina) y pirimidínicas (citosina y timina) eran iguales, por lo que se cumplía la ecuación: A+G/C+T=1. Esto significaba que las bases se emparejaban, que la adenina se unía a la timina y la guanina a la citosina, es decir, las bases púricas (largas) con las pirimidínicas (cortas) en la forma A-T y G-C. Ahora bien, la ecuación A+T / G+C que define el coeficiente de Chargaff es poco homogéneo en el genoma de una misma especie, de tal modo que esa distribución desigual forma segmentos dentro del ADN denominados isocoras, en las que predominan o bien el par AT o bien el GC. Tampoco es homogéneo entre diferentes especies, lo cual se utiliza, especialmente entre bacterias, como factor de clasificación.
Ninguno de los integrantes del ADN es un gen por sí mismo, por su composición química, ni agrupados entre ellos. La división molecular del ADN, por consiguiente, no permite hablar de genes sino de átomos y de compuestos atómicos específicos, el más pequeño de los cuales es un nucleótido y que se diferencian entre sí según la base. El esclarecimiento de la estructura del ADN dio otro de esos giros vergonzantes a la genética. A partir de entonces se dejó de sostener que mutaban los genes para decir que mutaban las bases, sustituyéndose unas a otras. Por su forma, la molécula de ADN es una doble cadena cuyos ramales paralelos están unidos por las bases, a la manera de los peldaños de una escalera. Por consiguiente, las bases están unidas, por un lado, a las pentosas en uno de los ramales y, además, están unidas entre sí en los peldaños. De ahí que se hable de pares de bases, que se utiliza como unidad de medida de la longitud de la molécula de ADN y, a partir de ahí, como supuesta unidad de medida de la cantidad de información que puede albergar.
Si la teoría sintética pretendía equiparar la genética a la mecánica cuántica podía haber llevado sus pretensiones hasta el final. Hubiera podido asociar el gen a la «función de onda», es decir, no sólo a nociones discontinuas sino también a las continuas. Del mismo modo que el átomo es una partícula y una onda a la vez, el gen podría haberse desarrollado en torno a nociones como las de «campo» (electromagnético, gravitatorio), lo cual nos hubiera transmitido una batería de inferencias mucho más ricas que el esquema simplón de la teoría sintética. Por ejemplo, no se ofrecen explicaciones acerca de los motivos por los cuales un gen necesita miles de bases para su expresión, mientras que otro sólo necesita cientos, es decir, las razones por las cuales un determinado gen ocupa mucho más «espacio» que otro dentro de la misma molécula de ADN.