Quiero hablaros de unos libros que he leído por si os interesan.
El primero es "Parientes en Moscú" de Henry Kolarz. Un periodista alemán va a Rusia en 1960 como corresponsal. Allí decide buscar a unos parientes descendientes de emigrantes alemanes, de ahí el título.
A través de las historias de su familia, pueden encontrarse ejemplos de todo lo que fue la vida en la Urss desde 1925 hasta 1960, incluyendo deportaciones, guerra, etc.
Os he escaneado esta parte porque creo que merece la pena:
En otro hilo os dejo otro sobre la actitud de la prensa, que no tiene desperdicio.Pero en Moscú tuve dos experiencias que modificaron por completo mi decisión.
La primera se desarrolló en el metro:
Me hallaba incrustado entre rusos envueltos en sus ropajes invernales, dentro de un llenísimo vagón que se dirigía a Sokolniki. Justo delante de mis narices, se encontraba una parejita que, desde hacía algunos minutos, no podía menos de contemplar. Tenían rostros rusos, redondos, comunes; él llevaba un gorro de piel con orejeras y ella un abrigo de imitación de piel de foca con un pañuelo a la cabeza.
Hablaban abiertamente entre sí, por lo que mis silenciosos compañeros y yo fuimos testigos involuntarios de una conversación que giraba en torno al mal genio de una tal tía Nadecha, con la que, al parecer, vivía la jovencita:
—Deberíamos tener casa propia —decía él—. Palomita, ¿cuándo crees tú que se arreglarán las cosas?
—Dentro de veinte años habrá alcanzado sus objetivos el comunismo. Todos tendrán cuanto necesiten. Y ya no existirá dinero.
El sonrió.
¿Cómo? ¿Entonces tampoco?
A mí me corrió un escalofrío por la espalda. ¿Estaba loco este muchacho? ¿Se daba cuenta exacta de que se estaba jugando la cabeza?
Me volví disimuladamente hacia mis compañeros de viaje. Algunos, que habían oído la agudeza reían abiertamente.
Otros se fueron contagiando, extendiéndose la ola de risas hasta el final del vagón. Un capitán de las fuerzas aéreas exclamó divertido: "Vot, otvet! Oteben oustroumno." ("¡Así se contesta! Muy ingenioso".)
—Yo no encuentro ingeniosa la contestación —rezongó un viejo—. Lo que promete Nikita Sergeievich lo cumple.
— ¡Qué va! Ese no es mejor que Stalin —replicó el joven—. Nos zarandea lo mismo que el otro. No dice más que tonterías - Tschepucha. No son más que promesas vacías.
De repente, todos se pusieron a hablar con el joven: "No sea usted injusto, tovarich. ¿No le va mucho mejor que hace un par de años?" "Realmente, Nikita Sergeievich no merece esto." "Dejad que hable el joven, pues no logra comprender bien los hechos." "¡Quién sabe! Puede que tenga toda la razón." "¿Cómo puede decir esas cosas, compañero?"
Casi todos defendían a Kruschov.
Cuando, poco después, se bajaron el joven y su amiga, en la plaza Arbad, seguí a la pareja.
Ascendieron por una larga escalera mecánica y, al salir, se pararon ante el puesto de un vendedor de helados.
El termómetro marcaba ese día ocho grados bajo cero.
Tiritando, me paré ante el puesto, junto con la pareja.
—¿No ha sido un disparate lo que ha dicho sobre Kruschov? —le pregunté—. Si alguien le hubiese denunciado a los milicianos...
Me miró atónito.
—¿Milicianos?—y marcó un surco con la lengua en su helado—. ¿Sólo por haber dicho algunas bobadas sobre Nikita Sergeievich? Usted no es de aquí, ¿verdad?
Movió la cabeza con asombro y se alejó.
Yo me froté los ojos. ¿Estaba realmente en la Unión Soviética?